
El pueblo de pescadores donde Hemingway fue Dios
No es Florida o Cuba. O un barrio de París. O un pueblo de España. Es en Cabo Blanco, un pueblo de pescadores del norte del Perú, donde Ernest Hemingway vivió hace más de cincuenta años. Es en Cabo Blanco —una aldea de dos hileras de casas, un muelle, una iglesia, un faro, dos cementerios y un puñado de cevicherías— donde el novelista norteamericano da nombre a estatuas públicas, tabernas, malecones y, antes que nada, a un sinfín de relatos populares. Todos, más por herencia que por vivencia, tienen algo que decir sobre el escritor.
¿Lo sorprendente? Que, en realidad, Hemingway vivió aquí muy poco: 36 días. Pero eso bastó para forjar el mito local y alimentar a las imaginaciones más afiebradas. Una visita al pueblo revela, sin embargo, tangentes más espinosas y complejas sobre cómo recordamos a las personas.
I
Desde los acantilados que lo vigilan, el mar de Cabo Blanco late hasta el infinito. El sol rebota en las rocas desérticas. Vuela un buitre. Serpentea una camioneta solitaria. Y el océano, plateado en la mañana, despierta azotado por cientos, miles de espumas blancas que nacen, eructan, explotan y mueren en fracciones mínimas de tiempo. La carretera se retuerce hasta el vértigo. Las tumbas en la arena (cruces blancas adornadas con flores artificiales) son lo único humano en el camino.
En la entrada, en el malecón del pueblo, el silencio desértico, ese hiato de máximo desconcierto, se rompe. Porque hoy hay fiesta.
El sol alcoholiza a los perros callejeros que, muertos de calor, corren por la única calle de la aldea. Las cevicherías abren. Y se llenan. Afiches pegados en los postes recuerdan lo que, aquí, es una festividad ineludible: el 4 de agosto, día en que Alfred Glassell pescó en estas aguas el merlín negro más grande del mundo. Pesó 1560 libras. Desde entonces nadie ha batido el récord. Y lo que fue una hazaña individual (un poco solipsista), ahora es una fiesta popular. Reunidos en una plataforma de concreto, los pescadores reciben al alcalde de la provincia. Cantan el himno nacional. Llegan mercaderes de otros pueblos e instalan sus tiendas. Los niños, apiñados como si fuesen racimos de uvas, cuelgan de las rejas del local. Seis parlantes altos expanden la música a todos los rincones de la bahía. Reparten un licor rojo. Afuera, en el malecón, la estatua de Hemingway sirve de respaldo para heladeros y curiosos. Los turistas —especie exclusiva de los fines de semana— aterrizan, beben, miran y escuchan al ayudante municipal que, exaltado, propone un brindis «en nombre de Dios».
Después, comienza la premiación del concurso de pesca. De uno en uno, los ganadores suben al estrado, reciben el premio (una considerable suma de dinero) y el tenaz abrazo del alcalde. Hay fotos, discursos. El lenguaje oficial —una mezcla de nacionalismo, erotismo y romanticismo— parece delirar, jugar con las pasiones. Es apoteósico. Hasta don Mercedes, un longevo pescador que detesta estas cosas, sube emocionado para donar uno de sus tesoros personales: la mandíbula de un tiburón diamante que pescó de joven. El discurso es escueto. Arriban bandas de música de Ecuador y Chiclayo. Don Mercedes, aturdido y con algo de sueño, se va. El sol muere. La música dura toda la noche, sin treguas.
II
En la madrugada todo luce irreconocible. No hay alma viva. Hasta los perros duermen. Las casas, a lo lejos, parecen luciérnagas. Fantasmal, algo gótico, coloreado del azul intenso de la noche que aún no se atreve a ser día, el muelle tampoco termina de despertar. Antes de que salga el sol, sin embargo, llega el chalanero y, con él, el resto de los pescadores. «Los hijos del viento», se hacen llamar. Don Mercedes preside el grupo. Aquí aún pescan a vela y cordel.
Algunas embarcaciones exhiben finuras literarias: una se llama Simbad y otra Calipso. Desde el barco de don Mercedes, el sol emerge tímido pero poderoso. La superficie marina se tiñe de plata, de estrías, de surcos, las espumas obtienen su color blanco, el horizonte desértico brota y se aleja. El silencio es sepulcral. Y hermoso. Que los alcaldes hablen, que los comerciantes alboroten, pero, aquí, en el mar, el silencio es el lenguaje, el código ancestral. «Más lejos, más viento», susurra don Mercedes. Y tiene razón: cuando el muelle se convierte en un punto lejano, las olas se encrespan y las ráfagas surgen furiosas. La proa baila. Pasamos de un panorama de Canaletto a una tempestad de Turner. Entonces —sin mostrar ninguna clase de sorpresa, absorto—, don Mercedes extiende la vela y la amarra. El viento la hincha. Como una aleta. Como una espina dorsal. Se sienta. Tira la carnada y hace lo mismo desde que era un niño: mirar el mar y esperar. Impulsada por el viento, la barca, más que navegar, parece galopar sobre las olas.
«Quisiera ser bisnieto de Ernest Hemingway, para ser famoso», dice. Pero, al menos en Cabo Blanco, él no necesita presentación. Es famoso. Todos lo conocen y, al parecer, todos tienen algún parentesco con él. Sus historias son conocidas. Una vez, por ejemplo, Mercedes (ahí no era don, ahí era joven) zarpó solo a pescar. El viento lo desvió. Quedó sin embarcaciones a la vista. El susto fue progresivo, penetrante. Y fue total cuando, al lado de su barca, descubrió a una orca. El animal —colores fulminantes, ojos duros como canicas— era y es el más temido de la zona. «La orca come pescados, come tiburones, come ballenas, come todo, todito». El encuentro con la orca (que, por su intensidad, recuerda a El viejo y el mar), terminó con Mercedes llorando, y tras minutos de tensión opresiva, con su vuelta al muelle. Nunca se pudo borrar la imagen de los dientes del cetáceo. «Fue una señal», admite, mientras, ya en tierra, en su cevichería favorita, continúa mirando al mar a través de la terraza.
III
Cuando limpia su restaurante, en horas de sol plomizo, Orlando quita las fotografías de las paredes. Teme que las roben. En una aparece Hemingway en el bar del Fishing Club. Su padre, Pablo, fue el barman del novelista. Se hicieron amigos. Conversaban a diario, religiosamente. Hemingway iba en las noches, después de pescar toda la tarde, solo, siempre solo, sin compañía (viajó con su esposa, pero dormían en cuartos separados). Hablaba un castellano fluido. Pedía que lo llamaran Ernesto. ¿Su trago favorito? El escocés con hielo. Alguien le suministraba la prensa norteamericana todas las mañanas. Y también el almuerzo: filete de pez espada. Consagraba el día a pescar, a buscar los merlines negros más grandes del mundo en las aguas de Cabo Blanco y, así, lograr filmarlos para la adaptación cinematográfica de El viejo y el mar. Por eso vino.
«Era un campechano, un poco un mito», admite Orlando. Suspira. Ahora no hay merlines negros en Cabo Blanco, tampoco. Desaparecieron hace décadas. Algunos acusan de causa la explosión de plataformas petroleras; otros, la llegada de flotas invasoras. No se sabe a ciencia cierta. Lo que nunca desapareció fue el mito popular.
—¿Su padre le hablaba de Hemingway?
—A mi papá venían a entrevistarlo periodistas, estudiantes de Literatura, biógrafos de Hemingway… Venían de todo el mundo: de Alemania, de España, de Francia, ¡hasta japoneses! Yo le decía: «¿Tan famoso eres, papá?». Y él me respondía: «Sí. He estado conversando 36 días todas las noches con Hemingway. ¡La gente quiere saber de qué hablaba!».
Hablaban, al parecer, de toros, de pesca, de béisbol, de la Segunda Guerra Mundial. De la vida. También, al parecer, Pablo había leído El viejo y el mar. Quedan pocos registros de aquella relación. Algunas fotografías se perdieron. Y, además —hay que enfatizarlo—, nunca se trataron de entrevistas periodísticas: era conversaciones de amigos. Lo que sí sabe es que, muchos años más tarde, cuando el novelista había muerto, Pablo viajó hasta Florida para visitar la casa del escritor. Tenía 75 años. Volvió con una colección de postales que, hoy, su hijo conserva. El silencio vuelve. Las imágenes muestran máquinas de escribir, gatos, palmeras verdes, retratos del autor, ediciones de sus libros. En los bordes hay notas escritas a mano, quizá para registrar —aunque sea con décadas de retraso, aunque sea con puño y letra— el recuerdo de ese amigo a quien alguna vez llamó Ernesto.
IV
A veinte minutos del pueblo existe un cementerio de barcos. O una especie de astillero. Ahí —en mitad del desierto, con el sol ecuatorial en su cenit— muchachos sin camiseta reconstruyen y pintan embarcaciones. Otras naves tienen menor fortuna: la arena las ha sepultado. Cubiertas con mantas de plástico o encalladas en médanos, respiran soledad. Como si pertenecieran a una flota de fantasmas. Antiguas cámaras frigoríficas sirven de almacenes. El suelo hierve. En ese lecho descansa el Miss Texas, el barco que tripuló Hemingway y otros intrépidos antes que él. La blancura del yate está protegida por un complicado sistema de sogas, plásticos y telarañas. El nombre apenas se ve. La puerta está trabada. Una que otra herramienta oxidada sugiere presencias humanas. Desde arriba, en el techo, el panorama es formidable: los barcos colonizados de olvido —destrozados o hundidos en la arena— ondean al mar dorado y a las rocas desérticas. El tiempo, desde ahí, parece seguir otros cursos, estirarse, deformarse como un chicle largo e infinito. «La soledad retumba y el sol se descompone», escribió Alberti en un poema. Sus palabras, aquí, toman carne.
Y también toman carne en las ruinas del Cabo Blanco Fishing Club, hotel exclusivo que, antaño, sedujo a grandes fortunas de la época y que, también, alojó al novelista. Antigua fortaleza del lujo más ostentoso, el palacio, ahora, se embute de maleza y vidrios destrozados. Cuatro perros escoltan las inmediaciones. En teoría, ahí vive un vigilante. En el pueblo dicen que está algo loco, que delira, que bebe sin cesar, que canta por las noches. Pero no está. Solo quedan sus ropas mojadas colgando de una habitación destruida y un colchón lleno de sus objetos personales. Atrás del edificio se acumulan galpones de gallos. También hay un cerdo. Los chillidos y picotazos truenan en toda la zona.
El local constaba de varias construcciones: dos plantas, una piscina, un bar, un estacionamiento y una recepción. Todas yacen quebradas, fundidas en una mole de cemento polvoriento que dificulta distinguir dónde comienza y dónde termina un cuarto. La pintura se cae a pedazos. El techo se hincha en algunos pasillos. Los vidrios forman extrañas geometrías irregulares. En la piscina crece una hiedra amarilla que deja el asfalto repleto de raíces muertas y zanjas profundas. Piedras gigantescas —fragmentos de paredes y tejados— componen el suelo en los interiores. La luz gotea por agujeros amorfos. La escalera principal está zanjada por fierros, los peldaños danzan como los dientes flojos de una dentadura enferma. En el segundo piso, gracias a las ventanas rotas, el sonido de las olas se amplifica.
Hay objetos extraños regados en una habitación. Son cuadernos escolares, de fecha remota, repletos de anotaciones y recortes periodísticos. Uno conserva fichas biográficas de actores escritas a mano: denota un estudio sistemático, quizá propiciado por el aislamiento atroz del edificio destruido. En las ruinas de lo que parece ser una sala, una agenda ofrece —también a mano— reflexiones religiosas. Las tres letras son elegantes. El papel se rompe al tacto. La arena hace de separador de páginas. Naturalmente, nadie aparece.
V
En la noche, de nuevo, Cabo Blanco se despuebla. Las cevicherías cierran antes del atardecer. Cuando la oscuridad llega, pocos caminan por las calles. El batido de las olas se acrecienta: ningún otro sonido compite por el protagonismo. Sin luz, el único lugar abierto es una taberna llamada El viejo. Nadie. En el otro lado (el comedor del hotel Black Marlin) solo hay una persona: un anciano —camisa larga, pantalones oscuros— hundido en un sillón mirando, mudo, los Juegos Olímpicos en una televisión más grande que él.
Entonces, sentado —y aquí deliberadamente usurpo la primera persona— decido imaginar a Hemingway, a su fantasma, a su espectro, a ese alto y barbado solitario, a ese novelista de prosa mínima, a esa alma que ejerció y padeció todos los males de una época, a ese actor que fingió aventura. Lo imagino antes de aquella fatídica mañana en Ketchum cuando una fatídica escopeta acabó con todo: con su vida y con su obra. Me lo imagino inventando cosas, trasfigurando —tal fue su oficio— los dolores más intensos en las palabras más secas, más deshuesadas. Lo imagino solo. Acaso tose, acaso pisa tímidamente el suelo lleno de guijarros. Lo imagino débil. Lo imagino a él, al quien fue capaz de la sensibilidad más íntima y de las actitudes más violentas, al que escudriñó el mundo del niño en El campamento indio y la fiebre de los agonizantes en Las nieves del Kilimanjaro. Al que tenía miedo a la oscuridad y degollaba rinocerontes. A la máscara. A la persona detrás de ella. Lo imagino, pues, muerto, recorriendo esta misma calle a esta misma hora, sacando —una a una— las telarañas de su barco, el Miss Texas, recorriendo los pasillos ruinosos —uno a uno— del Fishing Club, palpando los vidrios con la yema del pulgar, buscando —a tientas— su antigua cama y su antiguo cuarto, animando el bar en escombros, preguntando por su amigo para solo obtener, implacable, la respuesta de las olas nocturnas.
Lo imagino plagado de pensamientos contradictorios: de poesía y de barbarie. Escuchando los perros ladrar. Rumiando una frase (o, como solo él, algún diálogo). Pensando, quizá, que todos los paraísos son paraísos perdidos, y que, en Cabo Blanco, esos paraísos perdidos no han dejado evidencias, se han trasfigurado, diría Góngora, «en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada». Y en cuentos de pueblo. En anécdotas casuales. Porque puede incendiarse Troya, pero no La Ilíada. ¿Es un dictamen seguro? ¿Una fórmula destinada a cumplirse? No lo sabe. Duda. Calla. Acaricia su cabellera blanca y mira, desde la piscina convertida en un jardín marchito, el amanecer en Cabo Blanco, el sol garabateando estrías en el mar, el barco de don Mercedes salir del muelle, la luz nacer en esas aguas que lo aguardaron 36 noches, donde la nostalgia, como una roncha, se extiende en todas partes. Y donde los recuerdos, los supuestos paraísos, están tan perdidos —tan destruidos— que, por momentos, parecen inventados.
Por Esteban Garay - @esteban_garay_h
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