
Antonella Zanutto
SOBRE ANTONELLA ZANUTTO
Se desempeñó como Bailarina Solista del Grupo de Danza UNSAM desde el 2011 al 2016, bajo la dirección del coreógrafo Oscar Araiz.
En 2013 egresó de la Diplomatura en Danza de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM), y ese mismo año recibió una Beca de Mérito para asistir al Professional Division’s Independent Study Program de The Alvin Ailey School de Nueva York, donde culminó su formación a mediados de 2014.
En 2016 fue seleccionada para asistir al Post Certificate Program (PCP) 2016-2017 de The Martha Graham School of Contemporary Dance de Nueva York, institución de la que recibió dos Becas de Mérito consecutivas y de la cual se ha graduado en 2017 con promedio máximo, recibiendo su tesis de graduación una calificación de 10/10.
Durante ese mismo año fue convocada para integrar el elenco profesional de Graham II
Ensemble como Guest Dancer y, posteriormente, para presentarse en el Battery Dance Festival de Nueva York bajo la dirección de Tadej Brdnik.
En 2017 realizó el Máster en la Técnica Horton en The Alvin Ailey School, bajo la tutela de Ana Marie Forsythe.
En 2018 se graduó con promedio máximo de la Licenciatura en Artes Escénicas con focalización en Danza (LAED) de la UNSAM. Poco tiempo después participó como Intérprete Solista del film Escribir en el aire (Dir.: Paula de Luque).
Desde 2018 se desempeña como Bailarina Solista de la Compañía Araiz (bajo la dirección de Oscar Araiz), y fue recientemente contratada por la compañía de danza Jennifer Muller|The Works de Nueva York.
SOBRE (EN) EL ARTE
Este escrito tenía por consigna hablar sobre el arte. Sospecho que hay poco que yo pueda agregar al respecto en tanto ya se ha dicho demasiado, al tiempo que lo que puede ser dicho resulta tan vasto que queda casi todo por decir; en este último sentido, me resulta una tarea por demás ambiciosa intentar escoger un punto de vista privilegiado desde el cual ejercer la voz sin juzgar aquello como un gesto reduccionista. A pesar de lo anterior, si hay algo que yo pueda decir sobre el arte intentando evitar la soberbia de la opinión deliberada pero aún con la disciplina suficiente para responder a la premisa que me fue dada por consigna, aquello radica en algo sobre lo que guardo cierta autoridad y certeza: el modo en que la danza -como uno de los lenguajes devenidos y conformantes del arte- se ha convertido en parte importante del propósito, el modo, el idioma, la sustancia, la versión, la estructura, y el sustento de mi vida.
Tenía dos años, estaba sentada en el living de un departamento que mis padres -entonces primerizos- habían alquilado en Carolina del Norte, Estados Unidos, para residir mientras mi padre hiciera su postdoctorado Psicología y Neurociencia en la Universidad de Duke. A pesar de haber sido una niña llamativamente hábil para los juegos en solitario, gustaba de ver televisión en los horarios en que lo tenía permitido; uno de ellos coincidió con la programación del Ballet Cascanueces, interpretado por Mikhail Baryshnikov y, probablemente (de esto no estoy segura), Gelsey Kirkland. Tenía dos años, entonces, cuando al terminar el Segundo Acto miré a mi madre y señalando la televisión dije “mamá, eso es lo que yo quiero ser”. Por supuesto, no soy yo quien recuerda la anécdota, sino que mi madre lo hacía cada vez que la ocasión lo ameritaba (a mi gusto, siempre más de lo necesario); y cada vez, sin excepción, llamaba mi atención que hubiera empleado el verbo “ser” y no “hacer” para referirme a la danza. Ahora pienso que tal vez aquello constituyó un gesto de extrema lucidez, y he aquí el punto en común con mi introducción: la danza no sería solo el objeto de mi desarrollo profesional desde entonces, sino un modo de vida que regiría desde mi alimentación y mi descanso hasta la elección de mis carreras académicas o del país y el continente donde residir, o bien sería la circunstancia en que interpretando La Madre en La Consagración de la Primavera me hiciera sentir el parto del Nacido en medio del escenario sin haber tenido nunca descendencia. Décadas después puedo decir, incluso, que no creo ser más plena ni yo misma que bailando. Tal es la posición más sincera y verdadera desde la cual puedo hablar sobre el arte, y desde la cual concibo pensarlo intentando evitar la reiteración sobrada de los abordajes teóricos y discusiones académicas que me ocupé de perseguir tempranamente. Desde aquella, y gratamente, son más dudas que certezas las que me encuentro capaz de esgrimir: ¿Cuál es y de dónde proviene aquella sentencia íntima que en todos quienes nos dedicamos a él sentimos afirmarse de un modo irrevocable, y volver de su ejercicio una necesidad casi vital? ¿Existe algún fin último que deba ser perseguido mediante aquel ejercicio, o acaso un procedimiento ideal mediante el cual ser llevado a cabo? ¿Cuál es aquella convivencia que se establece entre la técnica, la creatividad y la expresión, y qué aquello que la modula o conduce a la prevalencia de alguna de las anteriores según los momentos históricos? ¿Recae algún tipo de responsabilidad ética sobre quienes crean, ejercen y/o divulgan el arte?
Tales son algunas de las preguntas que me he ido haciendo en diferentes momentos de mi carrera y que continúo -felizmente- haciéndome, obteniendo respuestas siempre variantes y tentativas, y que he ido esbozando con el sustento de diferentes herramientas teóricas, prácticas y sensibles. Sin embargo, el modo en que he sido danza (parafraseando a aquella niña de dos años, que quizás sobreviva ingenua pero lúcida) me permitió gestar algunas sospechas a lo largo del tiempo, y tal vez sea ésto lo que yo pueda decir sobre el arte: quizás aquella sentencia irrevocable provenga de la incapacidad de expresar aquello cuya manifestación resulta imperiosa por medio de otro lenguaje que el provisto por el arte. Quizás no exista ningún fin último ni procedimiento ideal que deban ser perseguidos ni ejecutados mediante su ejercicio, y tal vez ello mismo sea nuestra fortuna -la de los artistas y la de sus testigos-, aunque sospecho también que el sustento de la honestidad como antídoto de la simulación redundante resulta en ambos casos valioso e incluso necesario. Desconozco la proporción y la geografía en que se establece la convivencia entre la técnica, la creatividad y la expresión en el arte, pero reconozco el valor de cada una de ellas (aunque podría admitir la prescindencia de la primera en algunos casos), lo que ha guiado el metabolismo de mis instancias de formación y rige actualmente mis tareas como intérprete y docente: la técnica como aprendizaje y dominio minuciosos -a veces devotos- de un idioma, la creatividad como vía de invención de un modo singular para su pronunciación, y la expresión como aquello que da sentido al discurso en tanto le designa algo que decir. Por último (lo que es un buen modo de comenzar), sospecho la fragilidad de toda legalidad ética que pueda regir el ejercicio del arte de manera universal, aunque íntimamente he arribado a algunas conclusiones provisorias y estrictamente personales (de manera que se alejan de cualquier carácter general), y que se han manifestado no bajo la forma de una convicción sino de una serendipia hallada en mi propia práctica artística: no concibo otro modo de interpretar una obra ni de constituirme como guía del aprendizaje de otros (ni, probablemente, de llevar a cabo ninguna otra cosa) que no sea aquel gestado y ejercido desde el amor, el respeto inquebrantable, y un rotundo gesto de entrega.
Tal vez esto último, junto con haber hallado en la danza aquel idioma primordial, constituya una de mis mayores ofrendas y conquistas. Dichosa yo y, ojalá, muchos más.